La Santa Sede reitera su doctrina sobre la pena de muerte

El gobernador de Utah, el republicano Gary Herbert, tiene que decidir si veta o promulga la ley aprobada por el Senado estatal sobre las ejecuciones. Ante los problemas que derivan de la crisis de la inyección letal –pendiente también en el Tribunal Supremo‑, los legisladores han decidido recurrir, en caso de necesidad, a los fusilamientos, que seguían siendo optativos para el reo en ese Estado. La decisión repugna incluso a muchos no abolicionistas, porque el imaginario colectivo asocia el pelotón de fusileros a la justicia militar, especialmente en tiempos de guerra, y a ejecuciones sumarias. Ante la magnitud del debate, no se excluye el veto de Herbert. Desde que la pena capital se reinstauró en Estados Unidos en 1976, sólo ha habido tres fusilamientos de 1.403 ejecuciones: dos en Utah y uno en Oklahoma.

Estos días se decide también el destino de dos australianos condenados a muerte en Indonesia. Canberra presiona con fuerza sobre Yakarta para salvar la vida de dos narcotraficantes, condenados a muerte en 2006. Ha ofrecido, incluso, un canje de presos. Por si fuera poco, el gobierno ha movido al Gran Muftí de Australia, Ibrahim Abu Mohamed, a visitar Indonesia, el país musulmán más grande del mundo, donde ha manifestado que “la misericordia y el perdón están en el corazón del Islam para los arrepentidos”. Pero no parece que el presidente vaya a ceder: hizo caso omiso el pasado enero a las peticiones de clemencia de varios países, que culminaron con el fusilamiento de seis personas, entre ellas cinco extranjeros -cuatro hombres (un brasileño, un holandés, un malauí y un nigeriano) y una mujer vietnamita-, también por tráfico de drogas.

En vísperas de san José, AFP difundía la noticia de que diez condenados a muerte habían sido ahorcados en tres lugares distintos de Pakistán: suponía el mayor número de ejecuciones en un solo día desde que se levantó en diciembre la moratoria sobre la pena de muerte, en vigor desde 2008. Inicialmente, se aplicaba sólo a casos de terrorismo, pero la semana pasada se amplió a todos los delitos. Se ha llegado así a un total de 37 ejecuciones desde entonces. Según Amnistía Internacional, están encarcelados unos ocho mil presos condenados a muerte, y en torno al millar han agotado los recursos legales. Entre tantos, en Occidente se sigue con atención la suerte de Asia Bibi, madre de familia cristiana condenada a muerte por blasfemia contra el Corán. Justo estos días, a propuesta de la alcaldesa socialista, Anne Hidalgo, ha sido nombrada “ciudadana de honor de la ciudad de París”, distinción que se concede a defensores emblemáticos de los derechos humanos en el mundo.

En ese contexto se avalora la intervención del arzobispo Silvano Tomasi, el pasado 4 de marzo, en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra: “La Delegación de la Santa Sede -afirmó- se une al creciente número de Estados que apoyan la quinta resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas, pidiendo una moratoria global sobre el uso de la pena de muerte. Entre la opinión pública es cada vez mayor el apoyo a las diversas medidas para abolir la pena de muerte o suspender su aplicación. Y esta delegación espera que ese dato impulse a los Estados que aún aplican la pena de muerte a avanzar hacia su abolición”. Y, en su edición del 5 de marzo, L’Osservatore Romano se hacía eco y publicaba una traducción del editorial conjunto contra la pena de muerte de cuatro importantes publicaciones estadounidenses: America, National Catholic Register, National Catholic Reporter, Our Sunday Visitor.

Ya Juan Pablo II había afirmado ese criterio en la encíclica Evangelium vitae, de 25 de marzo de 1995, que determinó un cambio en la redacción del actual Catecismo. Benedicto XVI reiteró ese criterio. Ahora, en fin, Francisco lo ha recordado en la audiencia del día 20 a una delegación de la Comisión Internacional contra la pena de muerte. Entregó una carta a su presidente, Federico Mayor, donde se lee: “el Magisterio de la Iglesia, a partir de la Sagrada Escritura y de la experiencia milenaria del Pueblo de Dios, defiende la vida desde la concepción hasta la muerte natural, y sostiene la plena dignidad humana en cuanto imagen de Dios. La vida humana es sagrada porque desde su inicio, desde el primer instante de la concepción, es fruto de la acción creadora de Dios''.

El papa ofrece explicaciones de fondo. Condena los abusos de regímenes totalitarios, pero precisa que “para un Estado de derecho, la pena de muerte representa un fracaso, porque lo obliga a matar en nombre de la justicia”. Y critica los debates sobre el modo de realizar las ejecuciones. Desde esas perspectivas, deja claro que “hoy en día la pena de muerte es inadmisible, por grave que haya sido el delito del condenado. Es una ofensa a la inviolabilidad de la vida y a la dignidad de la persona humana que contradice el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad y su justicia misericordiosa, e impide cumplir con cualquier finalidad justa de las penas”. Por si alguien tenía dudas.

 
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