Resucitó al tercer día

Resurrección de Cristo.
Resurrección de Cristo.
Resucitar, resucitar, resucitar, en verdad solo ha ocurrido una vez en la historia y es la Resurrección gloriosa de Jesucristo el Señor.  Este es el gran anuncio Pascual con el aleluya desde la Vigilia y el gran Pregón que acaba así: «Que el lucero matinal/ lo encuentre ardiendo:/ ese lucero que no conoce ocaso,/ y es Cristo, tu Hijo resucitado,/ brilla sereno para el linaje humano,/ y vive y reina/ por los siglos de los siglos./ Amén».

Cierto que se han dado también otras resurrecciones queridas por el mismo Jesucristo: la joven hija de Jairo, el joven hijo de la viuda en Naím, y la resurrección del amigo Lázaro. Sin embargo, ellos volvieron a la vida natural con una experiencia inigualable que ellos referirían con mesura y asombro sin sentirse protagonistas. También los apóstoles resucitaron a algunos por el poder de Jesucristo glorioso como hizo Pablo aquella noche al joven recién muerto en una reunión eucarística.

En verdad Jesucristo resucitó

Con todo, la Resurrección de Jesucristo debe ser puesta con mayúscula pues volvió por su propio a una nueva vida. Sí es la misma persona del Hijo encarnado, si es su propio cuerpo que se gestó en el seno de la Virgen María, sí es su misma alma espiritual como principio de todas sus capacidades, voluntad, inteligencia, facultades, sentidos, sentimientos, y actuaciones. Pero no volvió a la vida natural sino en un estado sobrenatural en sentido estricto, no debido a la naturaleza humana, no sometido a las leyes naturales, y definitivamente inmortal, que subió por su propio poder al Cielo, donde permaneces para siempre con poder y majestad de Dios junto al Padre y al Espíritu.

El hecho de la resurrección fue comprobable por las primeras mujeres, los apóstoles, los discípulos, y hasta de los mismos enemigos que sobornaron incluso a los soldados para que dijeran que los seguidores habían robado el cadáver, patraña que continúa hasta hoy día para algunos.

Sin embargo, estos que vieron a Jesús resucitado no creyeron en un primer momento, Magdalena y las otras mujeres, Pedro y Juan, Tomás y los otros apóstoles, los dos de Emaús, etcétera. No por incredulidad sino porque admitir voluntariamente la Resurrección del Señor es una gracia, un don de Dios para cumplir una misión, la difusión de la verdad definitiva del Evangelio, la Buena Nueva de que Jesús vive, el mismo ayer, hoy y siempre: esto proclamará Pablo por escrito y recorrerá el mundo como apóstol para los gentiles, es decir, para todos.

Fe y convicción

Cree la Iglesia que Jesucristo, el Hijo del Dios vivo, permaneces para siempre en los Cielos y en la tierra, principalmente en la Eucaristía que es la celebración de su Pasión, Muerte y Resurrección, renovada cada día por los sacerdotes en el mundo entero junto al nuevo Pueblo de Dios. También los cristianos tenemos la gracia de la fe en la Resurrección y no solo como convicción, estudio o demostraciones.

Entre los seguidores de algunas religiones hay solo un recuerdo y unas tradiciones de su fundador o de sus orígenes, y en todo caso una sepultura con sus restos. Sin embargo, entre los cristianos y Jesucristo solo hay un sepulcro vacío en Jerusalén, la Tierra Santa, por haber nacido en ella el Señor Jesús.

Dado que Jesucristo vive y creemos en Él la vida tiene un nuevo sentido como don de Dios y una misión de ser testigos vivos de su presencia en el mundo de muchos modos, pero ninguno tan real como la Eucaristía, sus Palabras de vida eterna, su Iglesia como signo o sacramento de salvación para todos, y el testimonio de los fieles unidos en la misma fe, los mismos sacramentos, y la comunión con el sucesor de Pedro, Vicario de Jesucristo en la tierra hasta el fin de los tiempos. Por eso confesamos juntos al final del Credo: Creo en la resurrección y de la carne y en la vida eterna. Amén.

 

El Vaticano II ha proclamado la fe católica en Jesucristo que ilumina la entera historia de los hombres y sostiene la esperanza en que la muerte no tiene la última palabra. Por ello y por encima de los pecados, las guerras, las abominaciones, las persecuciones, los martirios, y los escándalos, la Cruz abre sus brazos a todos, como signo de caridad,  atrae todo lo malo para perdonarlo, y atrae todo lo bueno para darle pleno sentido de eternidad. Vale la pena reflexionar paso a paso sobre los siguientes argumentos.

Jesucristo el Salvador

Enseña el Concilio: «En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad.

Son muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen tiempo para ponerse a considerarlo. Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos. Y no faltan, por otra parte, quienes, desesperando de poder dar a la vida un sentido exacto, alaban la insolencia de quienes piensan que la existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle un sentido puramente subjetivo.

Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?

Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, el Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra época» (Gaudium et spes, n. 10).

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