Y Andrés revivió

Anciano en un cementerio. Pexels photo.
Anciano en un cementerio. Pexels photo.

Raro era el día en el que Andrés regresaba a casa, allá al anochecer, con el mismo humor que reflejaba su rostro al poner los pies en la acera, apenas salido el sol. Andrés se desanimaba con mucha frecuencia. A sus ochenta y nueve años, las condiciones en las que transcurría su vida no daban para más. Un piso sucio y desvencijado era su único refugio.

La soledad era la única compañera de sus horas. Un ligero trastorno en el funcionamiento de su cerebro le hizo oscurecer su pasado, su presente, y no prestar ninguna atención a su futuro.

Nadie le molestaba, porque tampoco nadie se sentía disturbado por su presencia. Quizá porque el desaliño en el vestir y el abandono en el cuidado de su cuerpo, no conseguían borrar del todo las señales y los modos de un antiguo bienestar. 

Dos mujeres, jóvenes y madres de familia, las dos con hijos, y una también con su suegro enfermo en casa desde hacía años, se lo encontraron sentado en una cuneta cuando ya el día doblaba al atardecer. Les dio compasión, y se pararon para preguntarle si necesitaba algo. El anciano, hecho ya a que nadie le prestara la mínima atención, no respondió, quizá también porque se había acostum­brado de tal modo a su mutismo, que su mente parecía cerrada.

Con algo de paciencia, no poca mansedumbre y con abundante dosis de caridad, las mujeres consiguieron alzarlo, sostenerlo en pie y, orientadas por las señas que el viejo les iba dando, acompañarlo hasta su habitación, no muy lejana de aquel lugar. No manifestaron ninguna sorpresa por las condiciones de la casa, ni se inmutaron al dejarlo tumbado y acomodado en la cama. Le desearon buenas noches y se fueron. Casi sin darse cuenta, y como si se tratase de un hijo enfermo, una de ellas le dio un beso en la frente, y le hizo la señal de la cruz y le recomendó que rezase un Avemaría.

Pasados unos días las dos amigas decidieron regresar; su buen corazón no aguantó la visión de un ser humano de esa edad, en esas condiciones y con señales claras de no haber pasado toda su vida en la miseria; lo que hacía si cabe más penosa la situación. Al verlas llegar, el anciano se sorprendió y asustado, permitió hacer: le cortaron las uñas, le afeitaron, le dejaron algo de ropa usada y limpia.

Concluido el arreglo personal, pensaron en la vivienda. Se ofrecieron a buscarle algunos muebles y utensilios: una mesa, platos, cubiertos, para que pudiera, al menos, sentarse a comer con una cierta tranquilidad. Andrés se negó rotunda­mente. Les dio las gracias como pudo, y las despidió con ciertas expresiones de estar conmovido. Ellas no insistie­ron.

Los días siguiente las dos mujeres hablaron del caso a distintas obras de asistencia social instaladas en las cercanías. Andrés era un personaje bien conocido. Casi todos habían tratado de ayudarle, y siempre, después de los primeros intentos de comunicación, le habían dejado por imposi­ble.

Con el pasar de los días, el anciano superó su primera reacción de desconfianza, y al cabo de unas semanas agradeció ya con una sonrisa abierta la ayuda que recibía. El cambiar de las condiciones externas, favoreció también una renovación en su mundo interior, iluminado por un poco de luz. Reinició a hablar; y comenzó, regalando una rosa roja a cada una de las dos mujeres. acompañando la rosa con palabras de agradecimiento. Pocos días después, les contó su vida.

 

De familia con apenas recursos económicos, y sin haber pasado más allá de los estudios de primera enseñanza, desde muy pequeño Andrés hizo su cuerpo y su alma a cualquier tipo de trabajo que le asegurase el comer de cada día. Ya en sus veinte, desarrolló un cierto sentido del comercio, y consiguió llevar a cabo algunas operacio­nes de pequeña y mediana escala con buen resultado, que le abrieron perspectivas hasta entonces insospechadas.

Desde ese momento, no ahorró ningún esfuerzo hasta conseguir una holgada posición económica. El matrimonio, la familia habían sido una bendición. Y así había vivido durante un buen número de años, mientras los cinco hijos crecían, estudiaban, y se situaban profesionalmente. Andrés y su mujer iban de vez en cuando a una ermita de la Virgen, en las afueras de su ciudad, sencillos y contentos, a dar gracias a Dios por todo.

 Con el correr de los años, los conflictos no tardaron en surgir: la diferencia de educación, la vida fácil de los hijos, la ambición y el egoísmo de yernos y nueras, destruyó pronto la armonía familiar. Andrés se vio sorprendido por el contraste entre sus hijos; se descubrió impotente para enfrentarse con ellos. La tristeza y el lamento se convirtieron en su pan de cada día. Su esposa trataba de reanimarle, y devolverle la serenidad; a la vez que se multiplicaba para que los hijos respetasen a su padre. Su muerte puso punto final a la situación, y provocó el estallido. Cada hijo, apoyado por su propio abogado, reclamó la parte de la herencia materna, sin importarle nada de las repercusio­nes que cada demanda podría suponer sobre los intereses de sus hermanos, y sobre la marcha de los negocios familiares.

El anciano, sorprendido en su buena fe y todavía bajo los efectos de la desaparición de su esposa, comenzó a tambalearse. Aunó todas sus fuerzas, pensó las cosas durante una semana, con el recuerdo de la esposa siempre en su corazón y en su cabeza, y decidió jugarse su futuro en una conversación con cada uno de sus hijos. Todo inútil, su corazón paterno sufrió en silencio: ninguno de sus hijos estaba dispuesto a modificar su posición.  Al ver desvanecerse el amor familiar lloró amargamente.

Algunos amigos le sugirieron desheredar a todos sus hijos, y seguir adelante; las perspectivas eran buenas y él tenía todavía energías y capacidad para dirigir los negocios durante un buen número de años. Andrés se tomó otra semana para reflexionar. Por las mañanas iba al cementerio, allí pasaba un buen rato junto a la tumba de su mujer y le cambiaba las flores todos los días. La solución que decidió poner en práctica le apenó profundamente. Vendió todo, repartió su fortuna en partes iguales entre sus herederos e, incapaz de soportar ver a sus hijos combatiéndose por un puñado de billetes se marchó de su ciudad hacia donde nadie le conociera.

Así llegó a donde estaba. Compró el piso, depositó el dinero que le quedaba en un banco, y llevaba ya siete años deambulando por calles, plazas y en despoblado. La pena, la amargura y la soledad, hicieron el resto. De sus hijos, ninguna noticia.

Al terminar su relato, Andrés miró a las mujeres tratando de esbozar una sonrisa, como pidiendo perdón por haberles molestado contándoles sus desgracias, y con un algo de vergüenza y de pudor. Se veía débil, como un chiquillo que llora por haberse echado atrás.

La más joven de las mujeres, después de guardar un prudente tiempo de silencio, le sacó de su pesar. -"Don Andrés, no se preocupe más; lo pasado, pasado. Mañana, bien vestido y planchado, le acompañaremos a su pueblo, llevaremos flores frescas a la tumba de su mujer, y regresaremos. Si sus hijos no le reciben, nuestros hijos serán sus nietos, y usted volverá a vivir".

El anciano sollozó, sonrió y dejó hacer.

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