Instrucción Pastoral de la CEE 'Orientaciones morales ante la situación actual de España' (23.11.06)

1. Los miembros de la Iglesia hemos recibido, por el don del Espíritu Santo, la capacidad de vivir en el mundo como hijos de Dios, en Cristo y por Cristo. Con este don inapreciable, hemos recibido también el encargo de continuar y extender la misión de Jesús, anunciando la llegada del Reino de Dios, con el perdón de los pecados y el nacimiento a la vida eterna.

2. La unión con Cristo por la fe y los sacramentos no nos aparta de la sociedad. Vivimos entre los hombres, con las mismas obligaciones y los mismos derechos; participamos, como los demás, en las solicitudes y trabajos de cada momento, sufrimos influencias semejantes y nos vemos interpelados por los mismos acontecimientos y situaciones. El mandato del Señor y la misión recibida nos vincula estrechamente al bien de nuestros conciudadanos y a la vida de la sociedad entera[01].

3. La Iglesia tiene sus raíces en la eternidad y, por tanto, en el origen y futuro divinos del tiempo. Los cristianos vivimos arraigados en Cristo y en comunión con la Trinidad Santa. Esta vida sobrenatural que Dios nos da por Jesucristo tenemos que vivirla en las circunstancias cambiantes de la sociedad de la que formamos parte. Por eso necesitamos intentar comprender mejor el mundo en el que nos encontramos: sus problemas, sus valores y deficiencias, sus expectativas y deseos; especialmente, cuando se producen situaciones nuevas. De este modo, podremos seguir anunciando los dones y las promesas de Dios a nuestros hermanos con un lenguaje directo y comprensible que responda de verdad a los interrogantes de cada momento.

4. Con esta Instrucción Pastoral, los Obispos de las Iglesias que están en España, reunidos en Asamblea Plenaria, ofrecemos nuestra aportación al discernimiento que hoy es necesario hacer. Deseamos favorecer la comunión eclesial en estos momentos de tanta complejidad y animar a los católicos a participar activamente en la vida social y pública manteniendo la integridad de la fe y la coherencia de la vida cristiana. A la vez, intentamos también ayudar a descubrir las implicaciones morales de nuestra situación a cuantos quieran escucharnos. La consideración moral de los asuntos de la vida pública lejos de constituir amenaza alguna para la democracia, es un requisito indispensable para el ejercicio de la libertad y el establecimiento de la justicia. Cumplimos así con el compromiso adquirido y anunciado en la Asamblea Plenaria Extraordinaria del pasado mes de junio[02].

I. UNA SITUACIÓN NUEVA: FUERTE OLEADA DE LAICISMO

A. La reconciliación, amenazada

5. Es ya un tópico referirse a los rápidos y profundos cambios que se han dado en la sociedad española en los últimos decenios. Lo cierto es que nuestra historia reciente es más agitada y convulsa de lo que sería deseable. No se puede comprender bien lo que estamos viviendo en la actualidad, si no lo vemos en la perspectiva de lo ocurrido a lo largo del siglo pasado, respetando serenamente la verdad entera de la complejidad de los hechos. No vamos a entrar ahora en análisis pormenorizados a este respecto. Basta tener en cuenta la historia, a veces dramática, como maestra de sensatez y cordura[03].

6. Sólo queremos referirnos a dos datos de la historia reciente que tienen para nosotros especial importancia. El primero es el advenimiento de la democracia en España. El final del régimen político anterior, después de cuarenta años de duración, fue un momento histórico delicado, lleno de posibilidades y de riesgos. En aquella coyuntura, la Iglesia que peregrina en España, iluminada por el reciente Concilio Vaticano II y en estrecha comunión con la Santa Sede, superando cualquier añoranza del pasado, colaboró decididamente para hacer posible la democracia, con el pleno reconocimiento de los derechos fundamentales de todos, sin ninguna discriminación por razones religiosas. Esta decidida actitud de la Iglesia y de los católicos facilitó una transición fundada sobre el consenso y la reconciliación entre los españoles. Así, parecía definitivamente superada la trágica división de la sociedad que nos había llevado al horror de la guerra civil, con su cortejo de atrocidades. Perdón, reconciliación, paz y convivencia, fueron los grandes valores morales que la Iglesia proclamó y que la mayoría de los católicos y de los españoles en general vivieron intensamente en aquellos momentos. Sobre el trasfondo espiritual de la reconciliación fue posible la Constitución de 1978, basada en el consenso de todas las fuerzas políticas, que ha propiciado treinta años de estabilidad y prosperidad, con las excepciones de las tensiones normales en una democracia moderna, poco experimentada, y de los obstinados ataques del terrorismo contra la vida y seguridad de los ciudadanos y contra el libre funcionamiento de las instituciones democráticas. Cuando ahora se dice que la Iglesia católica es “un peligro para la democracia”, se olvida que la Iglesia y los católicos españoles colaboraron al establecimiento de la democracia y han respetado sus normas e instituciones lealmente en todo momento[04].

7. Al parecer, quedan desconfianzas y reivindicaciones pendientes. Pero todos debemos procurar que no se deterioren ni se dilapiden los bienes alcanzados. Una sociedad que parecía haber encontrado el camino de su reconciliación y distensión, vuelve a hallarse dividida y enfrentada. Una utilización de la “memoria histórica”, guiada por una mentalidad selectiva, abre de nuevo viejas heridas de la guerra civil y aviva sentimientos encontrados que parecían estar superados. Estas medidas no pueden considerarse un verdadero progreso social, sino más bien un retroceso histórico y cívico, con un riesgo evidente de tensiones, discriminaciones y alteraciones de una tranquila convivencia.

 

B. La difusión de la mentalidad laicista

8. El otro factor que queremos resaltar, porque es decisivo para interpretar y valorar desde la fe las nuevas circunstancias, es el desarrollo alarmante del laicismo en nuestra sociedad. No se trata del reconocimiento de la justa autonomía del orden temporal, en sus instituciones y procesos, algo que es enteramente compatible con la fe cristiana y hasta directamente favorecido y exigido por ella[05]. Se trata, más bien, de la voluntad de prescindir de Dios en la visión y la valoración del mundo, en la imagen que el hombre tiene de sí mismo, del origen y término de su existencia, de las normas y los objetivos de sus actividades personales y sociales.

9. Dentro de un cambio cultural muy amplio, España se ve invadida por un modo de vida en el que la referencia a Dios es considerada como una deficiencia en la madurez intelectual y en el pleno ejercicio de la libertad. Vivimos en un mundo en donde se va implantando la comprensión atea de la propia existencia: “si Dios existe, no soy libre; si yo soy libre no puedo reconocer la existencia de Dios”. Éste -aunque no siempre se perciba con tal explicitud intelectual- es el problema radical de nuestra cultura: el de la negación de Dios y el de un vivir “como si Dios no existiera”. La extensión del ateísmo provoca alteraciones profundas en la vida de las personas, puesto que el conocimiento de Dios constituye la raíz viva y profunda de la cultura de los pueblos, y es el factor más influyente en la configuración de su proyecto de vida, personal, familiar y comunitario[06].

10. El mal radical del momento consiste, pues, en algo tan antiguo como el deseo ilusorio y blasfemo de ser dueños absolutos de todo, de dirigir nuestra vida y la vida de la sociedad a nuestro gusto, sin contar con Dios, como si fuéramos verdaderos creadores del mundo y de nosotros mismos. De ahí, la exaltación de la propia libertad como norma suprema del bien y del mal y el olvido de Dios, con el consiguiente menosprecio de la religión y la consideración idolátrica de los bienes del mundo y de la vida terrena como si fueran el bien supremo.

11. El Papa Benedicto XVI, con su habitual sencillez y profundidad, analizó hace poco esta misma situación en su discurso al IV Congreso Nacional de la Iglesia en Italia. Resumimos aquí algunas de sus afirmaciones más iluminadoras para nosotros[07].

12. En el mundo occidental se está produciendo un nueva oleada de ilustración y de laicismo que arrastra a muchos a pensar que sólo sería racionalmente válido lo experimentable y mensurable, o lo susceptible de ser construido por el ser humano, y que les induce a hacer de la libertad individual un valor absoluto, al que todos los demás tendrían que someterse. La fe en Dios resulta así más difícil, entre otras cosas, porque vivimos encerrados en un mundo que parece ser del todo obra humana y no nos ayuda a descubrir la presencia y la bondad de Dios Creador y Padre. Una determinada cultura moderna, que pretendía engrandecer al hombre, colocándolo en el centro de todo, termina paradójicamente por reducirlo a un mero fruto del azar, impersonal, efímero y, en definitiva, irracional: una nueva expresión del nihilismo. Sin referencias al verdadero Absoluto, la ética queda reducida a algo relativo y mudable, sin fundamento suficiente, ni consecuencias personales y sociales determinantes. Todo ello comporta una ruptura con las tradiciones religiosas y no responde a las grandes cuestiones que mueven al ser humano.

13. En nuestro caso, este proyecto implica la quiebra de todo un patrimonio espiritual y cultural, enraizado en la memoria y la adoración de Jesucristo y, por tanto, el abandono de valiosas instituciones y tradiciones nacidas y nutridas de esa cultura. Se diría que se pretende construir artificialmente una sociedad sin referencias religiosas, exclusivamente terrena, sin culto a Dios ni aspiración ninguna a la vida eterna, fundada únicamente en nuestros propios recursos y orientada casi exclusivamente hacia el mero goce de los bienes de la tierra.

C. Sobre las causas de la situación

14. El proceso de descristianización y deterioro moral de la vida personal, familiar y social, se ve favorecido por ciertas características objetivas de nuestra vida, tales como el rápido enriquecimiento, la multiplicidad de ofertas para el ocio, el exceso de ocupaciones o la obnubilación de la conciencia ante el rápido desarrollo de los recursos de la ciencia y de la técnica. Más profundamente, la expansión de este proceso ha sido facilitada por la escasa formación religiosa de muchas personas, creyentes y no creyentes, por ciertas ideas desfiguradas de Dios y de la verdadera religión, por la falta de coherencia en la vida y actuaciones de muchos cristianos, y por la influencia de ideas equivocadas sobre el origen, la naturaleza y el destino del hombre; y, no en último término, por la debilidad moral de todos nosotros y la seducción de los bienes de este mundo: por “la codicia, que es una verdadera idolatría” (Col 3, 5).

15. Por tanto, cuando hablamos de las deficiencias de nuestra sociedad, nos incluimos a nosotros mismos. Los católicos participamos de los bienes y de los males del momento. En otros lugares hemos señalado con cierto detalle las deficiencias doctrinales y prácticas de la vida de los católicos[08]. Por eso no es preciso volver a insistir ahora en ello. Es evidente que la falta de clarividencia y de vida santa en muchos de nosotros han contribuido también al oscurecimiento de la fe y al desarrollo de la indiferencia y del agnosticismo teórico y práctico en nuestra sociedad.

16. Muchos tenían la esperanza de que el ordenamiento democrático de nuestra convivencia, regido por la Constitución de 1978, y apoyado en la reconciliación y el consenso entre los españoles, nos permitiría superar los viejos enfrentamientos que nos han dividido y empobrecido a nuestra patria, uno de los cuales era sin duda el enfrentamiento entre catolicismo y laicismo, entendidos como formas de vida excluyentes e incompatibles. Y es posible que así fuera. Ahora vemos con pesadumbre que en los últimos años vuelve a manifestarse entre nosotros una desconfianza y un rechazo de la Iglesia y de la religión católica que se presenta como algo más radical y profundo que la vuelta al viejo anticlericalismo.

17. Así, el laicismo va configurando una sociedad que, en sus elementos sociales y públicos, se enfrenta con los valores más fundamentales de nuestra cultura, deja sin raíces a instituciones tan fundamentales como el matrimonio y la familia, diluye los fundamentos de la vida moral, de la justicia y de la solidaridad y sitúa a los cristianos en un mundo culturalmente extraño y hostil. No se trata de imponer los propios criterios morales a toda la sociedad. Sabemos perfectamente que la fe en Jesucristo es a la vez un don de Dios y una libre decisión de cada persona, favorecida por la razón y ayudada por la asistencia divina. Pero para nosotros es claro que todo lo que sea introducir ideas y costumbres contrarias a la ley natural, fundada en la recta razón y en el patrimonio espiritual y moral históricamente acumulado por las sociedades, debilita los fundamentos de la justicia y deteriora la vida de las personas y de la sociedad entera.

18. En no pocos ambientes resulta difícil manifestarse como cristiano: parece que lo único correcto y a la altura de los tiempos es hacerlo como agnóstico y partidario de un laicismo radical y excluyente. Algunos sectores pretenden excluir a los católicos de la vida pública y acelerar la implantación del laicismo y del relativismo moral como única mentalidad compatible con la democracia. Tal parece ser la interpretación correcta de las dificultades crecientes para incorporar el estudio libre de la religión católica en los currículos de la escuela pública. En este mismo sentido apuntan las leyes y declaraciones contrarias a la ley natural, que deterioran el bien moral de la sociedad, formada en buena parte por católicos, como es el caso de la insólita definición legal del matrimonio con exclusión de toda referencia a la diferencia entre el varón y la mujer, el apoyo a la llamada “ideología de género”, la ley del “divorcio exprés”, la creciente tolerancia con el aborto, la producción de seres humanos como material de investigación, y el anunciado programa de la nueva asignatura, con carácter obligatorio, denominada “Educación para la ciudadanía”, con el riesgo de una inaceptable intromisión del Estado en la educación moral de los alumnos, cuya responsabilidad primera corresponde a la familia y a la escuela[09].

19. La solidaridad con la sociedad de la que formamos parte, el amor a nuestros conciudadanos y la responsabilidad que tenemos ante Dios, nos impulsan a advertir de los grandes males que se pueden seguir -y que ya están apareciendo entre nosotros- del oscurecimiento y debilitamiento de la conciencia moral que conllevan disposiciones como las mencionadas. Al hacerlo así, no perseguimos ningún interés particular. Nuestro propósito es sólo estimular la responsabilidad de todos y provocar una reflexión social que nos permita corregir a tiempo un rumbo que nos parece equivocado y peligroso. Cuando hemos alcanzado tantas cosas buenas que nunca habíamos logrado, no tenemos por qué abandonar otros valores de orden espiritual y moral que forman parte de nuestro patrimonio y que hemos recibido de nuestros antepasados como bienes de valor inestimable.

20. Junto con estas sombras, que suscitan en nosotros honda preocupación, reconocemos también en la sociedad de hoy aspectos positivos, tanto en el progreso material, que nos permite mejorar los servicios y aumentar proporcionalmente el bienestar de todos, como en la sensibilidad moral emergente en torno a determinados valores. Se aprecia y se cultiva la solidaridad con los necesitados, se desarrolla un respeto creciente por los derechos de la mujer, de los niños, de los ancianos y de los enfermos. Crece también el amor y el cuidado de la naturaleza, que los cristianos amamos y respetamos como creación y don de Dios para el bien de sus hijos, los hombres. Aunque no siempre la conciencia colectiva ni la personal sean del todo coherentes, es justo reconocer la aguda sensibilidad moral que se manifiesta en relación con cuestiones como las mencionadas. Este es nuestro mundo, el mundo en el que Dios quiere que vivamos, alabando su Nombre y anunciando la Buena Nueva de su amor y de su salvación.

21. Declaramos de nuevo nuestro deseo de vivir y convivir en esta sociedad respetando lealmente sus instituciones democráticas, reconociendo a las autoridades legítimas, obedeciendo las leyes justas y colaborando específicamente en el bien común. Nadie tiene que temer agresiones ni deslealtades para con la vida democrática por parte de los católicos. Católicos y laicistas tenemos, en algunas cosas, diferentes puntos de vista. Nuestro deseo es ir encontrando poco a poco el ordenamiento justo para que todos podamos vivir de acuerdo con nuestras convicciones, sin que nadie pretenda imponer a nadie sus puntos de vista por procedimientos desleales e injustos. En este contexto, los católicos pedimos únicamente respeto a nuestra identidad, y libertad para anunciar, por los medios ordinarios, el mensaje de Cristo como Salvador universal, en un clima de tolerancia y convivencia, sin privilegios ni discriminaciones de ninguna clase. Creemos, además, que el pleno respeto a la libertad religiosa de todos es garantía de verdadera democracia y estímulo para el crecimiento espiritual de las personas y el progreso cultural de toda la sociedad.

II. RESPONSABILIDAD DE LA IGLESIA Y DE LOS CATÓLICOS

22. Hoy, como siempre, la tarea primordial de la Iglesia es vivir, en comunión con Cristo, los dones de Dios a la humanidad, y anunciar a todos los hombres esa buena Noticia del amor y de la esperanza. Es una misión con dos vertientes fundamentales. En un primer momento, la acción de la Iglesia se dirige a sus propios miembros con el anuncio de la santa Palabra de Dios, que es Cristo, y con la celebración de los sacramentos, especialmente el de la Eucaristía, sacramento del amor redentor de Dios en su Hijo y del amor fraterno que renueva los corazones y construye el pueblo de Dios y la nueva humanidad[10]. Además, la Iglesia se siente continuamente enviada más allá de sí misma para anunciar a todos la verdad y la cercanía de Dios, Padre universal de amor y de vida, en la persona de Jesucristo, salvador de todos. De lo más profundo del corazón de cada ser humano surge la demanda permanente de la humanidad necesitada: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 22). Es nuestro deber facilitar el encuentro con Jesucristo[11]. La Iglesia cree que Cristo da a todo hombre, por su Espíritu, la capacidad de alcanzar la plenitud de su vida y que no hay bajo el cielo otro nombre del cual podamos esperar la salvación definitiva (cf. Hch 4, 12). Cree que Cristo, muerto y resucitado, es la clave, el centro y el fin de toda la historia humana; cree también que en Él, “que es el mismo ayer, hoy y siempre” (Heb 13, 8), tienen su último fundamento todas las cosas (cf. Heb 13, 8). En consecuencia, la Iglesia y los cristianos nos sentimos obligados a anunciar a todos el misterio salvador de Jesucristo para iluminar su vida y colaborar al bien de la sociedad y a la solución de los más hondos problemas de nuestro tiempo[12].

A. Superar la desesperanza, el enfrentamiento y el sometimiento

23. En las circunstancias actuales, hay que evitar el riesgo de adoptar soluciones equivocadas que, a pesar de sus aparentes claridades, en realidad se basan en fundamentos falsos, no cristianos, y son incapaces de acercarnos a los buenos resultados que prometen. Señalamos brevemente tres, que parecen más actuales y peligrosas.

24. 1) La desesperanza. Para muchos cristianos, la desesperanza es una verdadera tentación, una auténtica amenaza. Es cierto que hay muchas dificultades, en la Iglesia y en el mundo. Es cierto que la Iglesia y los cristianos hemos perdido mucha influencia en la sociedad y tenemos que afrontar duras situaciones de empobrecimiento. Pero también es cierto que Dios nos ama irrevocablemente; que Jesús nos ha prometido su presencia y su asistencia hasta el fin del mundo; que Dios, en su providencia, de los males saca bienes para sus hijos. La Iglesia y la salvación del mundo no son obra nuestra, sino empresa de Dios. No es el momento de mirar atrás añorando tiempos aparente o realmente más fáciles y más fecundos. No hay fecundidad sin sufrimiento. Dios nos llama a la humildad y a la confianza, seguros de que en nuestra debilidad actual se manifestará el poder de su gracia y de su misericordia[13]. En la providencia misericordiosa de Dios nuestro Padre, las dificultades contribuyen también al bien de sus hijos: nos purifican, nos mueven al arrepentimiento y a la renovación espiritual. La cruz es el camino para la Vida[14]. A nosotros toca secundar con humildad y fortaleza los planes de Dios y saber apreciar las nuevas iniciativas que surgen en la Iglesia como frutos del Espíritu y motivos para la esperanza. La Iglesia no pone nunca su esperanza ni encuentra su apoyo en ninguna institución temporal, pues sería poner en duda el señorío de Jesucristo, su único Señor.

25. 2) El enfrentamiento. Otro peligro que puede presentarse es que lleguemos a la conclusión de que la vida cristiana es imposible en una sociedad democrática. Es lo que algunos exponentes del laicismo achacan a los católicos. Pero nosotros no deseamos seguir ese camino, que nos parece desacertado. La historia demuestra que la democracia moderna nació en el ámbito de la cultura cristiana, en la que se han gestado el concepto de la persona como realidad trascendente y libre, la distinción entre la Iglesia y el Estado, con su autonomía recíproca, y la conciencia de los derechos humanos. En una sociedad democrática pueden desarrollarse ideas o instituciones contrarias al cristianismo. Pero este conflicto no es inevitable, ni tiene por qué ser definitivo. Las diferencias no tienen por qué degenerar en conflictos. La grandeza de la democracia consiste en facilitar la convivencia de personas y grupos con distintas maneras de entender las cosas, con igualdad de derechos y en un clima de respeto y tolerancia. Fueron la antropología y la moral cristianas las que, en muy buena medida, proporcionaron los elementos necesarios para construir este orden civil respetuoso con la dignidad de la persona como ser libre y responsable de su vida y de sus actos. Aceptar este marco de convivencia no amenaza necesariamente la identidad de los cristianos, aunque sí les exige madurez, buena formación y el valor necesario para vivir según sus convicciones junto a otras personas y otros grupos que piensan y viven de otra manera, así como para hacer que se respeten sus derechos y los de la Iglesia.

26. 3) El sometimiento. Otra tentación de los cristianos en la vida democrática consiste en intentar facilitar falsamente la convivencia disimulando y diluyendo su propia identidad o incluso, en ocasiones, renunciando a ella. Detrás de esta aparente generosidad se esconde la desconfianza en el valor y la vigencia del Evangelio y de la vida cristiana. El mensaje de Jesús y la doctrina de la Iglesia tienen un valor permanente y son capaces de adaptarse a todas las situaciones y de ofrecer respuestas a las diversas cuestiones y necesidades de los hombres, sin necesidad de diluirse ni someterse a las imposiciones de la cultura laicista y hedonista dominante. Las perniciosas consecuencias de esta actitud, caracterizada por la búsqueda impaciente e irresponsable de una falsa convivencia entre catolicismo y laicismo, han sido la multiplicación de abundantes tensiones internas y el consiguiente debilitamiento de la credibilidad y de la vida de la Iglesia. Con el lenguaje de los hechos, Dios nos está pidiendo a los católicos un esfuerzo de autenticidad y fidelidad, de humildad y unidad, para poder ofrecer de manera convincente a nuestros conciudadanos los mismos dones que nosotros hemos recibido, sin disimulos ni deformaciones, sin disentimientos ni concesiones, que oscurecerían el esplendor de la Verdad de Dios y la fuerza de atracción de sus promesas. Una educación adecuada para vivir en democracia ha de ayudarnos a compartir constructivamente la vida con quienes piensan de otra manera que nosotros sin que la identidad católica quede comprometida.

B. Anunciar el “sí” de Dios a la Humanidad en Jesucristo

27. Las verdaderas soluciones, lo que nosotros, como miembros de la Iglesia, podamos ofrecer a nuestra sociedad, no lo encontraremos imitando lo que hay a nuestro alrededor, sino que brota del seno de la Iglesia misma, de ese tesoro -que es la memoria y la presencia viva de Cristo- del que se pueden sacar continuamente cosas viejas y nuevas (cf. Mt 13, 52). El programa permanente de la Iglesia es Jesucristo[15]. En su mensaje, en sus ejemplos, en la fuerza de su presencia sacramental, en particular eucarística, encontraremos con seguridad la fuerza espiritual y la clarividencia necesarias para vivir y anunciar el Reino de Dios en este mundo de hoy, que es de Dios y es también nuestro. En el Plan Pastoral recientemente aprobado, esta Asamblea Plenaria ha propuesto algunas orientaciones y acciones con este fin[16].

28. Como dijo en Verona el Papa Benedicto XVI, en estos momentos seguimos teniendo la gran misión de ofrecer a nuestros hermanos el gran “sí” que en Jesucristo Dios dice al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia; haciéndoles ver cómo la fe en el Dios que tiene rostro humano trae la alegría al mundo. En efecto, el cristianismo está abierto a todo lo que hay de justo, verdadero y puro en las culturas y en las civilizaciones; a lo que alegra, consuela y fortalece nuestra existencia. San Pablo, en la carta a los Filipenses, escribió: “Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta (Flp 4, 8)”[17].

29. Los católicos estamos en condiciones de reconocer y acoger de buen grado los logros de la cultura de nuestro tiempo, como son el avance del conocimiento científico y el desarrollo tecnológico, el reconocimiento formal de los derechos humanos, en particular, de la libertad religiosa, o las formas democráticas de gobierno de los pueblos. Sin embargo, no ignoramos la peligrosa fragilidad de la naturaleza humana, que es una amenaza constante para las realizaciones del hombre en todo contexto histórico. El camino hacia un desarrollo verdaderamente humano está lleno de ambigüedades y de errores. Por eso, el reconocimiento de Dios, la aceptación humilde y agradecida de la revelación de Jesucristo no es una amenaza, sino una ayuda decisiva para el verdadero progreso humano. Cristo nos revela la verdad profunda de nuestra propia humanidad[18]. Con el don de su Espíritu nos ilumina para discernir el bien del mal, lo justo de lo injusto, y nos fortalece para realizarlo en nuestras decisiones y en nuestra vida. Por eso, la debida presencia y la justa intervención de los católicos en todos los ámbitos de la vida social y pública puede ser una ayuda decisiva y necesaria para la defensa del bien de las personas como objetivo central y norma decisiva en todo progreso verdaderamente humano. La fe en Dios, a la vez que es una actitud religiosa que justifica el ser personal del creyente, es también fuente de muchos bienes sociales y culturales que se dejan sentir en el saneamiento, la maduración y el crecimiento de las personas y de la sociedad entera hacia una “nueva criatura”, tal como Dios la quiere en su generosa providencia (cf. 2 Co 5, 17; Ga 6, 15).

III. DISCERNIMIENTO Y ORIENTACIONES MORALES

30. Movidos por estas convicciones, los católicos españoles nos preguntamos qué quiere Dios de nosotros en estos momentos, qué tenemos que hacer para poder responder con fidelidad y acierto a las necesidades de nuestra sociedad. Con la ayuda del Señor, en cuya asistencia confiamos, guiados por el deseo de ayudar a nuestros hermanos a responder a estas preguntas, no sólo de manera teórica, sino con hechos visibles y efectivos, los Obispos hemos reflexionado sobre estas cuestiones fundamentales y ofrecemos a la comunidad católica y a quien quiera escucharnos el resultado de nuestro discernimiento.

A. Desde una identidad católica vigorosa

31. Cualquier tarea que los católicos queramos emprender no podremos llevarla a buen puerto apoyándonos sólo en nosotros mismos, en nuestras capacidades u opiniones, sino firmemente arraigados en la fe de la Iglesia, porque Jesucristo vive en ella. Sólo en la plena comunión eclesial es posible dar un testimonio completo del Amor de Dios manifestado en su Hijo.

32. Por eso, la condición indispensable para que los católicos podamos tener una influencia real en la vida de nuestra sociedad, antes de pensar en ninguna acción concreta, personal o colectiva, es el fortalecimiento de nuestra vida cristiana, tanto en las dimensiones estrictamente personales, como en nuestra unidad espiritual y visible como miembros de la única Iglesia de Cristo, vivificada por el Espíritu de Dios, alimentada por la Palabra y los sacramentos. “La fuerza del anuncio del evangelio de la esperanza será más eficaz si va acompañada del testimonio de una profunda unidad y comunión en la Iglesia”[19]. Estas palabras de Juan Pablo II, dirigidas a las Iglesias de Europa, tienen que hacernos reflexionar. Hay en nuestra Iglesia demasiados distanciamientos y disentimientos, que, en el fondo, son consecuencia de nuestro orgullo y de la debilidad de nuestra fe. Junto a estos pecados contra la comunión, padecemos también una excesiva disgregación entre comunidades y grupos, demasiados recelos y particularismos que dificultan la coordinación y debilitan nuestra presencia y nuestra actuación en el mundo.

33. La necesaria unidad nos vendrá como un don de Dios, cuando estemos verdaderamente entregados a la persona de nuestro Señor Jesucristo, cuando de verdad creamos en la Iglesia como cuerpo de Cristo, que sigue presente y actuante en ella para la salvación del mundo. Recordamos muy brevemente algunos elementos de la identidad espiritual católica, que posibilita el discernimiento y la actuación moral consecuentes[20].

34. La resurrección de Cristo es un hecho acontecido en la historia, del que los Apóstoles fueron testigos y ciertamente no creadores. No se trata de un simple regreso a nuestra vida terrena; al contrario, es la mayor “mutación” acontecida en la historia, el “salto” decisivo hacia una dimensión de vida profundamente nueva, el ingreso en un orden totalmente diverso, que atañe ante todo a Jesús de Nazaret, pero con él, también a nosotros, a toda la familia humana, a la historia y al universo entero. Por eso la resurrección de Cristo es el centro de la predicación y del testimonio cristiano, desde el inicio y hasta el fin de los tiempos. Jesucristo resucita de entre los muertos, porque todo su ser está unido a Dios, que es el amor realmente más fuerte que la muerte. Su resurrección fue como una explosión de luz, una explosión de amor que rompió las cadenas del pecado y de la muerte. Su resurrección inauguró una nueva dimensión de la vida y de la realidad, de la que brota una creación nueva, que penetra continuamente en nuestro mundo, lo transforma y lo atrae a si[21].

35. Todo esto acontece en concreto a través de la vida y del testimonio de la Iglesia. Más aún, la Iglesia misma constituye la primicia de esa transformación, que es obra de Dios y no nuestra. Llega a nosotros mediante la fe y el sacramento del bautismo, que es realmente muerte y resurrección, un nuevo nacimiento, transformación en una vida nueva. Es lo que dice san Pablo en la carta a los Gálatas: “Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20). Así, por el bautismo, nuestro yo se inserta en un nuevo sujeto más grande, quedando transformado, purificado, “abierto” mediante la inserción en el Otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia.

36. De este modo llegamos a ser “uno en Cristo” (Ga 3, 28), un único sujeto nuevo, y nuestro yo es liberado de su aislamiento. “Yo, pero no yo”: ésta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo, la fórmula de la resurrección dentro del tiempo, la fórmula de la “novedad” cristiana llamada a transformar el mundo. Aquí radica nuestra alegría pascual. Nuestra vocación y nuestra misión de cristianos consisten en cooperar para que se realice efectivamente, en nuestra vida diaria, lo que el Espíritu Santo ha emprendido en nosotros con el bautismo: estamos llamados a ser hombres y mujeres nuevos, para poder ser auténticos testigos del Resucitado y, de este modo, portadores de la alegría y de la esperanza cristiana en el mundo, concretamente en la comunidad en la que vivimos.

37. La evangelización y el servicio cristiano a la sociedad serán obra de cristianos convertidos y convencidos, maduros en su fe, una fe que les permita una positiva confrontación crítica con la cultura actual, resistiendo a sus seducciones; que les impulse a influir eficazmente en los ámbitos culturales, económicos, sociales y políticos; que les capacite para transmitir con alegría la misma fe vivida a las nuevas generaciones y les impulse a construir una cultura cristiana capaz de evangelizar la cultura[22].

38. La renovación espiritual de la Iglesia será el fruto de la fidelidad y del trabajo de todos aquellos que quieran incorporarse responsablemente a la llamada de Dios en nuestro tiempo. Todos los miembros de la Iglesia, obispos, sacerdotes, consagrados, seglares, jóvenes y adultos, sanos y enfermos, todos estamos convocados por el Señor en esta hora para esta misión. La Iglesia, los discípulos de Jesucristo estamos llamados a ser, con Él, luz en nuestro mundo.

39. El reconocimiento de Jesucristo y nuestra incorporación a su misión en comunión con la Iglesia se traduce en unos objetivos concretos seriamente asumidos. Nos referimos a tres de ellos, especialmente urgentes en nuestra situación.

40. 1. Formación en la fe. En orden a fortalecer la identidad y la claridad del testimonio de los cristianos y de las comunidades católicas en nuestra sociedad, volviendo a las fuentes e intensificando la formación espiritual y la comunión eclesial, será necesario cuidar más y mejor la iniciación cristiana sistemática de niños, jóvenes y adultos. Habrá que promover catecumenados de conversión como camino de incorporación de los nuevos cristianos a la comunidad eclesial; y tendremos que mantener fielmente la disciplina sacramental y la coherencia de la vida cristiana, sin acomodarnos a los gustos y preferencias de la cultura laicista, y sin diluirnos en el anonimato y el sometimiento a los usos vigentes[23].

41. 2. Anunciar el evangelio del matrimonio y de la familia. Otro punto central de nuestras preocupaciones tiene que ser anunciar y vivir con autenticidad el misterio cristiano del matrimonio y de la familia. Resulta doloroso comprobar cómo se ha eliminado de la legislación civil española una institución tan importante en la vida de las personas y de la sociedad como es el verdadero matrimonio. En la naturaleza personal del ser humano y, más profundamente, en la mente del Creador, está inscrito que relaciones tan decisivas y bellas como las de esponsalidad, paternidad/maternidad, filiación y fraternidad se realicen a través del matrimonio, entendido como la indisoluble unión de vida y amor entre un varón y una mujer, abierta a la transmisión responsable de la vida y a la educación de los hijos. Las leyes vigentes facilitan disolver la unión matrimonial, sin necesidad de aducir razón alguna para ello y, además, han suprimido la referencia al varón y a la mujer como sujetos de la misma; lo cual, obliga a constatar con estupor que la actual legislación española no solamente no protege al matrimonio, sino que ni siquiera lo reconoce en su ser propio y específico. La Iglesia y los católicos no podemos aceptar esta situación, porque vemos en ella una grave desobediencia a los designios divinos, una contradicción con la naturaleza del ser humano y, por consiguiente, un gravísimo daño para el bien de las personas y de la sociedad entera.

42. El matrimonio cristiano, sacramento del amor de Dios vivido en la relación conyugal y familiar, va a ir convirtiéndose en denuncia viviente de una mentalidad y una legislación que afecta tan gravemente al bien común, y, al mismo tiempo, en profecía de verdadera humanidad edificada sobre aquel amor humano que el amor de Dios hace posible en el mundo. Los matrimonios cristianos, animados por el amor de Cristo a su Iglesia, han de ser realmente transmisores de la fe a las nuevas generaciones, educadores del amor y de la confianza, testigos de la nueva sociedad purificada y vivificada por la presencia y la acción del amor divino en los corazones de los hombres[24].

43. 3. Cuidar la Eucaristía dominical. El vigor y la fortaleza de la vida cristiana de los bautizados y de la comunidad entera se alimentan de la celebración de la Eucaristía y, de manera especial, de la que se celebra el domingo, el día del Señor resucitado y de la Iglesia. En una sociedad ambientalmente paganizada, en la que los católicos viven más o menos dispersos, la asamblea eucarística dominical es, si cabe, más necesaria y ha de ser cuidada con esmero. Es más necesaria para los propios cristianos, que han de renovar periódicamente su fe y su unidad en la celebración litúrgica, y es también más necesaria para la presencia visible de la Iglesia y de los católicos en la sociedad. La celebración de la Eucaristía lleva consigo la celebración frecuente del sacramento de la penitencia, según la disciplina de la Iglesia, como preparación personal para la celebración sincera y profunda de los misterios de la salvación[25].

44. Sabemos bien que la opción de la fe y del seguimiento de Cristo nunca es fácil; al contrario, siempre es contestada y controvertida. Por tanto, también en nuestro tiempo, la Iglesia sigue siendo “signo de contradicción”, a ejemplo de su Maestro (cf. Lc 2, 34). Pero no por eso nos desalentamos. Al contrario, debemos estar siempre dispuestos a dar respuesta a quien nos pida razón de nuestra esperanza, como nos invita a hacer la primera carta de San Pedro (cf. 1 P 3, 15). En tiempos de especial contradicción, los católicos tenemos que vivir con alegría y gratitud la misión de anunciar a nuestros hermanos el nombre y las promesas de Dios como fuente de vida y de salvación.

B. Vivir la caridad social, para el fortalecimiento moral de la vida pública

a. La Iglesia y la sociedad civil

45. La Iglesia vive en el mundo, pero tiene sus componentes propios que la diferencian del resto de la sociedad. Tiene su origen y su fundamento permanente en Cristo, sus miembros nos incorporamos libremente a ella por la fe y el bautismo y recibimos el don del Espíritu Santo, principio de renovación espiritual que nos dispone para actuar justamente en este mundo mientras caminamos en la presencia de Dios hacia la vida eterna. Ninguna otra institución terrena tiene medios ni fines semejantes.

46. Aunque es diferente del mundo, la Iglesia no se aleja de él. Sus miembros viven en el mundo y participan de la condición común de todos los ciudadanos. Dios quiere que hagan conocer y pongan a disposición de los demás los mismos dones espirituales que ellos han recibido. De estos dones brotan iluminaciones y motivaciones, capaces de influir en la vida social, que ellos tratan de actualizar y ejercitar en sus actividades y compromisos sociales. La historia y la realidad actual de nuestra sociedad es muestra de la fecundidad cultural y social del cristianismo. Es hoy una necesidad urgente que los católicos hagamos valer los bienes que nacen de la revelación y de la vida cristiana para la convivencia social. Por nuestra parte, los cristianos no seríamos fieles a los dones recibidos, ni seríamos tampoco leales con nuestros conciudadanos, si no procurásemos enriquecer la vida social y la propia cultura con los bienes morales y culturales que nacen de una humanidad iluminada con la luz de la fe y enriquecida con los dones del Espíritu Santo.

47. Estimular a los católicos para que se hagan presentes en la vida pública y traten de influir en ella, no quiere decir que pretendamos imponer la fe ni la moral cristiana a nadie, ni que queramos inmiscuirnos en lo que no es competencia nuestra. En este asunto hay que tener en cuenta una distinción básica. La Iglesia en su conjunto, como comunidad, no tiene competencias ni atribuciones políticas. Su fin es esencialmente religioso y moral. Con Jesús y como Jesús, anunciamos el Reino de Dios, la necesidad de la conversión, el perdón de los pecados y las promesas de la vida eterna. Con su predicación y el testimonio de vida de sus mejores hijos, la Iglesia ayuda también, a quien la mira con benevolencia, a discernir lo que es justo y a trabajar en favor del bien común. Éste es el magisterio reciente del Papa: “La Iglesia no es y no quiere ser un agente político. Al mismo tiempo tiene un profundo interés por el bien de la comunidad política, cuya alma es la justicia, y le ofrece en dos niveles su contribución específica. En efecto, la fe cristiana purifica la razón y la ayuda a ser lo que debe ser. Por consiguiente, con su doctrina social, argumentada a partir de lo que está de acuerdo con la naturaleza de todo ser humano, la Iglesia contribuye a que se pueda reconocer eficazmente lo que es justo y, luego, también, a realizarlo”[26].

48. Otra cosa hay que decir de los cristianos laicos. Ellos, además de miembros de la Iglesia, son ciudadanos en plenitud de derechos y de obligaciones. Comparten con los demás las mismas responsabilidades sociales y políticas. Y, como los demás ciudadanos, tienen el derecho y la obligación de actuar en sus actividades sociales y públicas de acuerdo con su conciencia y con sus convicciones religiosas y morales. La fe no es un asunto meramente privado. No se puede pedir a los católicos que prescindan de la iluminación de su fe y de las motivaciones de la caridad fraterna a la hora de asumir sus responsabilidades sociales, profesionales, culturales y políticas. Ésa es precisamente la aportación específica que los católicos pueden ofrecer, en este campo, al bien común, servido y compartido por todos. Querer excluir la influencia del cristianismo en nuestra vida social sería, además de un procedimiento autoritario y nada democrático, una grave mutilación y una pérdida deplorable.

49. La caridad cristiana referida a la vida social y pública enseña y obliga a respetar sinceramente la libertad de las personas, y de manera especial la libertad religiosa de los ciudadanos, a procurar sinceramente el bien común del conjunto de la sociedad. “Por consiguiente, la tarea inmediata de actuar en el ámbito político para construir un orden justo en la sociedad no corresponde a la Iglesia como tal, sino a los fieles laicos, que actúan como ciudadanos bajo su propia responsabilidad. Se trata de una tarea de suma importancia, a la que los cristianos laicos están llamados a dedicarse con generosidad y valentía, iluminados por la fe y por el magisterio de la Iglesia y animados por la caridad de Cristo”[27].

50. En esta participación activa y responsable en la vida pública y política, los católicos actúan bajo su responsabilidad personal, son libres de escoger las instituciones y los medios temporales que les parezcan más adecuados y conformes con los objetivos y valores del bien común, tal como lo perciben con los recursos comunes de la razón y la iluminación que reciben de la revelación de Dios aceptada por la fe. La Doctrina Social de la Iglesia, fundada en la razón, iluminada por la fe y purificada por la caridad, es patrimonio común de todos los cristianos y orienta y enriquece sus actividades, sin imponer la unidad y la coincidencia en los medios y procedimientos estrictamente políticos. Si es verdad que los católicos pueden apoyar partidos diferentes y militar en ellos, también es cierto que no todos los programas son igualmente compatibles con la fe y las exigencias de la vida cristiana, ni son tampoco igualmente cercanos y proporcionados a los objetivos y valores que los cristianos deben promover en la vida pública[28].

b. Algunas cuestiones que dilucidar

51. En estos momentos, tratando de servir lealmente al bien común de nuestra sociedad, nos parece oportuno esclarecer desde el punto de vista de la moral cristiana y la Doctrina Social de la Iglesia algunos puntos concretos de nuestra vida social y política.

1. Democracia y moral

52. Hay quien piensa que la referencia a una moral objetiva, anterior y superior a las instituciones democráticas, es incompatible con una organización democrática de la sociedad y de la convivencia. Con frecuencia se habla de la democracia como si las instituciones y los procedimientos democráticos tuvieran que ser la última referencia moral de los ciudadanos, el principio rector de la conciencia personal, la fuente del bien y del mal. En esta manera de ver las cosas, fruto de la visión laicista y relativista de la vida, se esconde un peligroso germen de pragmatismo maquiavélico y de autoritarismo. Si las instituciones democráticas, formadas por hombres y mujeres que actúan según sus criterios personales, pudieran llegar a ser el referente último de la conciencia de los ciudadanos, no cabría la crítica ni la resistencia moral a las decisiones de los parlamentos y de los gobiernos. En definitiva, el bien y el mal, la conciencia personal y la colectiva quedarían determinadas por las decisiones de unas pocas personas, por los intereses de los grupos que en cada momento ejercieran el poder real, político y económico. Nada más contrario a la verdadera democracia[29].

53. La razón natural, iluminada y fortalecida por la fe, ve las cosas de otra manera. La democracia no es un sistema completo de vida. Es más bien una manera de organizar la convivencia de acuerdo con una concepción de la vida, anterior y superior a los procedimientos democráticos y a las normas jurídicas. Antes de los procedimientos y las normas está el valor ético, natural y religiosamente reconocido, de la persona humana. Más allá de cualquier ordenamiento político, cada ciudadano tiene que buscar honestamente la verdad sobre el hombre y la recta formación de su conciencia de acuerdo con esa verdad. Es una búsqueda que hace cada uno ayudado por la familia en la que nace y crece, guiado por el patrimonio cultural y religioso de su sociedad, en virtud de sus propias decisiones religiosas y morales. Las instituciones políticas no tienen competencia ni autoridad para determinar ni condicionar las convicciones religiosas y morales de cada persona. En una verdadera democracia no son las instituciones políticas las que configuran las convicciones personales de los ciudadanos, sino que es exactamente al contrario: son los ciudadanos quienes han de conformar las instituciones políticas y actuar en ellas según sus propias convicciones morales, de acuerdo con su conciencia, siempre en favor del bien común.

54. La crítica de los procedimientos no democráticos de otras épocas, ha podido llevar a algunos de nuestros conciudadanos a la convicción de que, en la vida democrática, la libertad exige que las decisiones políticas no reconozcan ningún criterio moral ni se sometan a ningún código moral objetivo. Tal concepción es muy peligrosa y no nos parece aceptable. Las decisiones políticas son decisiones humanas contingentes y responsables, por lo cual tienen que ser necesariamente decisiones morales, regidas por aquellos valores y criterios morales que los agentes políticos reconocen en el fondo de su conciencia. Los criterios operantes en las decisiones políticas no pueden ser arbitrarios ni oportunistas, sino que tienen que ser criterios objetivos, fundados en la recta razón y en el patrimonio espiritual de cada pueblo o nación, con carácter vinculante reconocido y respetado por la comunidad, a los que ciudadanos y gobernantes deben someterse en sus actuaciones públicas. Lo contrario sería vivir a merced de la opinión de los gobernantes, con el riesgo evidente de caer en el cesarismo y en el desarraigo. Si los parlamentarios, y más en concreto, los dirigentes de un grupo político que está en el poder, pueden legislar según su propio criterio, sin someterse a ningún principio moral socialmente vigente y vinculante, la sociedad entera queda a merced de las opiniones y deseos de una o de unas pocas personas que se arrogan unos poderes cuasi absolutos que van evidentemente más allá de su competencia. Todo ello, con la consecuencia terrible de que ese positivismo jurídico -así se llama la doctrina que no reconoce la existencia de principios éticos que ningún poder político pueda transgredir jamás- es la antesala del totalitarismo.

55. No se puede confundir la condición de aconfesionalidad o laicidad del Estado con la desvinculación moral y la exención de obligaciones morales objetivas para los dirigentes políticos. Al decir esto, no pretendemos que los gobernantes se sometan a los criterios de la moral católica, pero sí al conjunto de los valores morales vigentes en nuestra sociedad, vista con respeto y realismo, como resultado de la contribución de los diversos agentes sociales. Cada sociedad y cada grupo que forma parte de ella tienen derecho a ser dirigidos en la vida pública de acuerdo con un denominador común de la moral socialmente vigente fundada en la recta razón y en la experiencia histórica de cada pueblo. Una política que pretenda emanciparse de este reconocimiento, degenera sin remedio en dictadura, discriminación y desorden. Una sociedad en la cual la dimensión moral de las leyes y del gobierno no es tenida suficientemente en cuenta, es una sociedad desvertebrada, literalmente desorientada, fácil víctima de la manipulación, de la corrupción y del autoritarismo[30].

56. En consecuencia, los católicos y los ciudadanos que quieran actuar responsablemente, antes de apoyar con su voto una u otra propuesta, han de valorar las distintas ofertas políticas, teniendo en cuenta el aprecio que cada partido, cada programa y cada dirigente otorga a la dimensión moral de la vida y a la justificación moral de sus propuestas y programas. La calidad y exigencia moral de los ciudadanos en el ejercicio de su voto es el mejor medio para mantener el vigor y la autenticidad de las instituciones democráticas. “Es preciso afrontar -señala el Papa- con determinación y claridad de propósitos, el peligro de opciones políticas y legislativas que contradicen valores fundamentales y principios antropológicos y éticos arraigados en la naturaleza del ser humano, en particular con respecto a la defensa de la vida humana en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, y a la promoción de la familia fundada en el matrimonio, evitando introducir en el ordenamiento público otras formas de unión que contribuirían a desestabilizarla, oscureciendo su carácter peculiar y su insustituible función social”[31].

2. El servicio al bien común

57. “La Iglesia alaba y estima la labor de quienes, al servicio del hombre, se consagran al bien de la cosa pública y aceptan el peso de las correspondientes responsabilidades”[32]. Sin el trabajo de los políticos, tanta veces ingrato, no sería posible la construcción del bien común. Al mismo tiempo hay que decir que el fundamento y la razón de ser de la autoridad política, así como la justificación moral de su ejercicio, en el gobierno y en la oposición, es la defensa y la promoción del bien del conjunto de los ciudadanos, respetando los derechos humanos, favoreciendo el ejercicio responsable de la libertad, protegiendo las instituciones fundamentales de la vida humana, como la familia, las asociaciones cívicas, y todas aquellas realidades sociales que promueven el bienestar material y espiritual de los ciudadanos, entre las cuales ocupan un lugar importante las comunidades religiosas. Ese servicio al bien común es el fundamento del valor y de la excelencia de la vida política. Todo ello se deteriora cuando las instituciones políticas centran el objetivo real de sus actividades no en el bien común, sino en el bien particular de un grupo, de un partido, de una determinada clase de personas, tratando para ello de conseguir el poder y de perpetuarse en él. Las ideologías no pueden sustituir nunca al servicio leal de la sociedad entera en sus necesidades y aspiraciones más reales y concretas: “El valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: son fundamentales e imprescindibles, ciertamente, la dignidad de cada persona, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar ‘el bien común’ como fin y criterio regulador de la vida política”[33].

58. Conviene recordar lo que entendemos por bien común: se trata del “conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección”[34]. Por tanto, “el bien común no consiste en la simple suma de los bienes particulares de cada sujeto social. Siendo de todos y de cada uno, es y permanece común, porque es indivisible y porque sólo juntos es posible alcanzarlo, acrecentarlo y custodiarlo, también en vistas al futuro”[35].

59. Para avanzar adecuadamente por el camino de la reconciliación y de la cohesión social, los españoles debemos liberarnos definitivamente de la influencia de hechos de otros tiempos que puede desfigurar la objetividad de nuestros juicios y la rectitud de nuestros sentimientos. Es preciso que tratemos de considerar y valorar el momento presente con serena objetividad y sincero espíritu de reconciliación y tolerancia, libres ya de los fantasmas del pasado. Esta disposición es condición indispensable para que podamos enfrentar juntos las exigencias del futuro inmediato con la suficiente confianza en nosotros mismos y una firme esperanza.

3. Mejorar la democracia

60. Sin pretender inmiscuirnos en asuntos propiamente políticos, sino en ejercicio de nuestra responsabilidad y en defensa del bien de la sociedad, creemos oportuno hacer algunas observaciones que pueden ayudar a mejorar la calidad de nuestra convivencia democrática en favor de la justicia y de la paz social.

61. En la medida en que la democracia es un sistema que permite convivir en libertad y justicia, es absolutamente necesario que sea perfectamente respetado el recto funcionamiento de las diferentes instituciones. Para la garantía de la libertad y de la justicia, es especialmente importante que se respete escrupulosamente la autonomía del Poder judicial y la libertad de los jueces. Esta autonomía debería estar custodiada desde la misma designación o elección de los cargos dentro de la institución judicial. Es también necesario que la actuación de los gobiernos responda fielmente a las exigencias del bien común rectamente entendido, al servicio de todos los ciudadanos y de sus derechos, por encima de alianzas o compromisos que impidan o desfiguren la verdadera razón de ser de la representatividad política que ellos ejercen. La discrepancia entre partidos es un procedimiento al servicio del bien común, pero no debe convertirse en un modo de acaparar el poder en provecho propio, buscando la descalificación y la destrucción del adversario. Finalmente, pensamos que hay que estar prevenidos contra la tendencia de las instituciones políticas a ampliar el ámbito de sus competencias a todos los órdenes de la vida, con el riesgo de invadir ámbitos familiares o personales que corresponden a las decisiones de las familias y de los ciudadanos desarrollando un intervencionismo injustificado y asfixiante.

4. Respeto y protección de la libertad religiosa.

62. La vida religiosa de los ciudadanos no es competencia de los gobiernos. Las autoridades civiles no pueden ser intervencionistas ni beligerantes en materia religiosa. En esto precisamente consiste la aconfesionalidad sancionada por la Constitución de 1978 y la laicidad de las instituciones civiles. Su cometido es proteger y favorecer el ejercicio de la libertad religiosa, como parte primordial del bien común y de los derechos civiles de los ciudadanos, que el Estado y las diversas instituciones políticas tienen que respetar y promover. Un Estado laico, verdaderamente democrático, es aquel que valora la libertad religiosa como un elemento fundamental del bien común, digno de respeto y protección. Forma parte del bienestar de los ciudadanos el que puedan profesar y practicar la religión que les parezca en conciencia más conveniente, o bien dejar de practicarla, sin que el Estado intervenga ni a favor ni en contra de ninguna de las posibles opciones, siempre que sean conformes con las leyes justas y las exigencias del orden público.

63. Ésta es la figura recogida y descrita por la Constitución española en su artículo 16. El respeto a la libertad religiosa tiene que manifestarse en el aprecio de las instituciones religiosas presentes en la sociedad, en el respeto al derecho de los padres a que sus hijos sean educados de acuerdo con sus convicciones religiosas y morales, en el tratamiento de los temas religiosos y morales por parte de los medios de comunicación, etc. Una buena política democrática tiene que partir del reconocimiento de que la presencia y la influencia de la religión en la vida de los ciudadanos y en el patrimonio cultural de la sociedad, es un factor de primer orden para el bien y la felicidad de las personas, la consistencia moral y la estabilidad de la sociedad. Por esta razón, no es contrario a la laicidad del Estado que éste apoye con dinero público el ejercicio del derecho a la libertad religiosa y subvencione a las instituciones religiosas correspondientes de forma proporcionada a su implantación en la sociedad y a su mayor o menor significación en la historia y la cultura del pueblo.

64. Estas cuestiones tienen una especial importancia en la sociedad española. Vemos con preocupación ciertos síntomas de menosprecio e intolerancia en relación con la presencia de la religión católica en los programas de la enseñanza pública, en el rechazo de la presencia de los signos religiosos en centros públicos, en la negativa a apoyar de modo proporcionado con fondos públicos a las instituciones religiosas en sus actividades sociales o específicamente religiosas. La religión no es menos digna de apoyo que la música o el deporte, ni los templos menos importantes para el bien integral de los ciudadanos que los museos o los estadios. En unos momentos en los que vemos con gran preocupación el debilitamiento de las convicciones morales de muchas personas, especialmente de los jóvenes; cuando crecen prácticas tan inhumanas como la promiscuidad y los abusos sexuales, el recurso al aborto -especialmente, entre adolescentes y jóvenes- así como la drogadicción o el alcoholismo y la delincuencia entre los menores de edad; o cuando observamos con pena cómo crece la violencia en la escuela y en el seno de las mismas familias, no se entiende el rechazo y la intolerancia con la religión católica que manifiestan entre nosotros algunas personas e instituciones. Sin educación moral, no hay democracia posible. Nadie puede negar que la religión clarifica y refuerza las convicciones y el comportamiento moral de quien la acepta y la vive adecuadamente. Gobierno e Iglesia deberíamos ponernos de acuerdo en la necesidad de intensificar la educación moral de las personas, muy especialmente de los jóvenes, de manera que la Iglesia, en vez de ser mirada con recelo, fuera reconocida, al menos, como una institución capaz de contribuir de manera singular a ese objetivo tan importante para el bien de las personas y de la sociedad entera que es la recta educación moral de la juventud. Desde todos los puntos de vista, es urgente la colaboración de todas las instituciones, incluidas las familias y la escuela, para mejorar la calidad de la enseñanza y de la educación moral de la juventud.

5. El terrorismo

65. Todos los Obispos españoles hemos recordado en diversas ocasiones la neta enseñanza de la moral católica respecto de un fenómeno tan inhumano como el terrorismo[36]. Llamamos terrorismo a la práctica del crimen y de cualquier género de extorsión con el fin de conseguir objetivos políticos, sociales o económicos mediante el terror, con la paralización y el sometimiento de la población y de sus instituciones legítimas. Tal práctica es intrínsecamente perversa, del todo incompatible con una visión moral de la vida, justa y razonable. No sólo vulnera gravemente el derecho a la vida y a la libertad, sino que es muestra de la más dura intolerancia y totalitarismo.

66. Como ciudadanos y como cristianos deseamos ardientemente el fin de toda actividad terrorista, que tan duramente ha castigado durante casi cuarenta años no sólo al País Vasco y a Navarra, sino a toda España. El gobierno, los partidos políticos y todas las instituciones estatales tienen que trabajar conjuntamente, con todos los medios legítimos a su alcance, para que llegue cuanto antes el fin del terrorismo. Todos están obligados a anteponer la unión contra el terrorismo a sus legítimas diferencias políticas o estratégicas. A nadie le es lícito buscar ninguna ventaja política en la existencia de esta dura amenaza. Las instituciones sociales y religiosas, y cada ciudadano, estamos, por nuestra parte, obligados a prestar nuestra colaboración específica en este inaplazable empeño. Exhortamos de nuevo a rogar a Dios por el fin del terrorismo y la conversión de los terroristas.

67. Al tratar este asunto, queremos expresar nuestro afecto, nuestro respeto y nuestra sincera solidaridad con las víctimas, con sus familiares y amigos, con todas las personas que han sufrido directa o indirectamente los golpes del terrorismo. Y agradecemos los esfuerzos justos de tantas personas e instituciones encaminados a la desaparición del terrorismo y a la reconciliación. Al mismo tiempo, proclamamos que es objetivamente ilícita cualquier colaboración con los terroristas, con los que los apoyan, encubren o respaldan en sus acciones criminales.

68. Una sociedad que quiera ser libre y justa no puede reconocer explícita ni implícitamente a una organización terrorista como representante político legítimo de ningún sector de la población, ni puede tenerla como interlocutor político. Los eventuales contactos de la autoridad pública con los terroristas han de excluir todos los asuntos referentes a la organización política de la sociedad y ceñirse a establecer las condiciones conducentes a la desaparición de la organización terrorista, en nuestro caso, de ETA. La exigencia primordial para la normalización de la sociedad y la reconciliación entre los ciudadanos es el cese absoluto de toda violencia y la renuncia neta de los terroristas a imponer sus proyectos mediante la violencia. La justicia, que es el fundamento indispensable de la convivencia, quedaría herida si los terroristas lograran total o parcialmente sus objetivos por medio de concesiones políticas que legitimaran falsamente el ejercicio del terror. Una sociedad madura, y más si está animada por un espíritu cristiano, podría adoptar, en algunos casos, alguna medida de indulgencia que facilitara el fin de la violencia. Pero nada de esto se puede ni se debe hacer sin que los terroristas renuncien definitivamente a utilizar la violencia y el terror como instrumento de presión.

69. El terrorismo no produce sólo daños materiales y desgracias personales y familiares; genera también en la sociedad un grave deterioro moral. La vida, la integridad física y la dignidad de las personas se convierte en moneda de cambio de objetivos políticos; la fuerza tiende a convertirse en factor decisivo en la organización de la vida pública; el que piensa de otra manera no es sólo un adversario, sino que se convierte también en enemigo. Por eso, la respuesta de la sociedad frente a la amenaza terrorista no podrá ser suficientemente firme y efectiva, mientras no se apoye en una conciencia moral colectiva sólidamente arraigada en el reconocimiento de la ley moral que protege la dignidad y la libertad de las personas. En esta tarea la Iglesia y los católicos queremos ofrecer resueltamente nuestra mejor colaboración.

6. Los nacionalismos y sus exigencias morales

70. Creemos necesario decir una palabra sosegada y serena que, en primer lugar, ayude a los católicos a orientarse en la valoración moral de los nacionalismos en la situación concreta de España. Pensamos que estas orientaciones podrán ayudar también a otras personas a formarse una opinión razonable en una cuestión que afecta profundamente a la organización de la sociedad y a la convivencia entre los españoles. No todos los nacionalismos son iguales. Unos son independentistas y otros no lo son. Unos incorporan doctrinas más o menos liberales y otros se inspiran en filosofías más o menos marxistas.

71. Para emitir un juicio moral justo sobre este fenómeno es necesario partir de la consideración ponderada la realidad histórica de la nación española en su conjunto. Los diversos pueblos que hoy constituyen el Estado español iniciaron ya un proceso cultural común, y comenzaron a encontrarse en una cierta comunidad de intereses e incluso de administración como consecuencia de la romanización de nuestro territorio. Favorecido por aquella situación, el anuncio de la fe cristiana alcanzó muy pronto a toda la Península, llegando a constituirse, sin demasiada dilación, en otro elemento fundamental de acercamiento y cohesión. Esta unidad cultural básica de los pueblos de España, a pesar de las vicisitudes sufridas a lo largo de la historia, ha buscado también, de distintas maneras, su configuración política. Ninguna de las regiones actualmente existentes, más o menos diferentes, hubiera sido posible tal como es ahora, sin esta antigua unidad espiritual y cultural de todos los pueblos de España.

72. La unidad histórica y cultural de España puede ser manifestada y administrada de muy diferentes maneras. La Iglesia no tiene nada que decir acerca de las diversas fórmulas políticas posibles. Son los dirigentes políticos y, en último término, los ciudadanos, mediante el ejercicio del voto, previa información completa, transparente y veraz, quienes tienen que elegir la forma concreta del ordenamiento jurídico político más conveniente. Ninguna fórmula política tiene carácter absoluto; ningún cambio podrá tampoco resolver automáticamente los problemas que puedan existir. En esta cuestión, la voz de la Iglesia se limita a recomendar a todos que piensen y actúen con la máxima responsabilidad y rectitud, respetando la verdad de los hechos y de la historia, considerando los bienes de la unidad y de la convivencia de siglos y guiándose por criterios de solidaridad y de respeto hacia el bien de los demás. En todo caso, habrá de ser respetada siempre la voluntad de todos los ciudadanos afectados, de manera que las minorías no tengan que sufrir imposiciones o recortes de sus derechos, ni las diferencias puedan degenerar nunca en el desconocimiento de los derechos de nadie ni en el menosprecio de los muchos bienes comunes que a todos nos enriquecen.

73. La Iglesia reconoce, en principio, la legitimidad de las posiciones nacionalistas que, sin recurrir a la violencia, por métodos democráticos, pretendan modificar la unidad política de España. Pero enseña también que, en este caso, como en cualquier otro, las propuestas nacionalistas deben ser justificadas con referencia al bien común de toda la población directa o indirectamente afectada. Todos tenemos que hacernos las siguientes preguntas. Si la coexistencia cultural y política, largamente prolongada, ha producido un entramado de múltiples relaciones familiares, profesionales, intelectuales, económicas, religiosas y políticas de todo género, ¿qué razones actuales hay que justifiquen la ruptura de estos vínculos? Es un bien importante poder ser simultáneamente ciudadano, en igualdad de derechos, en cualquier territorio o en cualquier ciudad del actual Estado español. ¿Sería justo reducir o suprimir estos bienes y derechos sin que pudiéramos opinar y expresarnos todos los afectados?[37]

74. Si la situación actual requiriese algunas modificaciones del ordenamiento político, los Obispos nos sentimos obligados a exhortar a los católicos a proceder responsablemente, de acuerdo con los criterios mencionados en los párrafos anteriores, sin dejarse llevar por impulsos egoístas ni por reivindicaciones ideológicas. Al mismo tiempo, nos sentimos autorizados a rogar a todos nuestros conciudadanos que tengan en cuenta todos los aspectos de la cuestión, procurando un reforzamiento de las motivaciones éticas, inspiradas en la solidaridad más que en los propios intereses. Nos sirven de ayuda las palabras del Papa Juan Pablo II a los Obispos italianos: “Es preciso superar decididamente las tendencias corporativas y los peligros de separatismo con una actitud honrada de amor al bien de la propia nación y con comportamientos de solidaridad renovada”[38] por parte de todos. Hay que evitar los riesgos evidentes de manipulación de la verdad histórica y de la opinión pública en favor de pretensiones particularistas o reivindicaciones ideológicas.

75. La misión de la Iglesia en relación con estas cuestiones de orden político, que afectan tan profundamente al bienestar y a la prosperidad de todos los pueblos de España, consiste nada más y nada menos que en “exhortar a la renovación moral y a una profunda solidaridad de todos los ciudadanos, de manera que se aseguren las condiciones para la reconciliación y la superación de las injusticias, las divisiones y los enfrentamientos”[39].

76. Con verdadero encarecimiento nos dirigimos a todos los miembros de la Iglesia, invitándoles a elevar oraciones a Dios en favor de la convivencia pacífica y la mayor solidaridad entre los pueblos de España, por caminos de un diálogo honesto y generoso, salvaguardando los bienes comunes y reconociendo los derechos propios de los diferentes pueblos integrados en la unidad histórica y cultural que llamamos España. Animamos a los católicos españoles a ejercer sus derechos políticos participando activamente en estas cuestiones, teniendo en cuenta los criterios y sugerencias de la moral social católica, garantía de libertad, justicia y solidaridad para todos.

7. El ejercicio de la caridad

77. La verdadera raíz de la presencia y de las intervenciones de la Iglesia y de los cristianos en la sociedad es el amor, la estima y la defensa de la vida, el deseo sincero y eficaz de hacer el bien. El verdadero amor no es flor de este mundo. Es Dios quien nos amó primero, quien nos enseña lo que es amar y con el don de su Espíritu nos hace capaces de amar como somos amados por El. Adorar a un Dios que se nos ha manifestado como Amor nos permite y nos obliga, a un tiempo, a reconocer el amor como fondo de la realidad y norma de nuestra libertad. La realidad más hermosa y más profunda de la vida es el amor, un amor que la Iglesia quiere vivir y difundir como forma perfecta del ser y de la vida. A la luz del amor tratamos los cristianos de comprender la verdad profunda de las personas, de la familia, de la vida social en toda su complejidad y en toda su amplitud.

78. La práctica del amor como norma universal de vida es esencial para cada cristiano y para la Iglesia entera. No seríamos discípulos de Jesús, ni la Iglesia podría presentarse como su Iglesia, si no reconociéramos en el ejercicio y en el servicio de la caridad la norma suprema de nuestra vida. El amor al prójimo, enraizado en el amor de Dios, es ante todo una tarea para cada fiel, pero lo es también para las instituciones eclesiales, para cada Iglesia particular, y para la Iglesia universal[40]. La Iglesia tiene que ser y aparecer, tiene que vivir y actuar como una verdadera comunidad de amor, como una manifestación y una oferta universal del amor que la humanidad necesita para vivir adecuadamente. Pablo VI decía que el hombre contemporáneo necesita testigos más que maestros. El amor, vivido y practicado con generosidad y eficacia, es lo único que puede hacernos testigos de la verdad y de la bondad de Dios en nuestro mundo. Si vivimos alimentados del amor que Dios nos tiene, seremos también capaces de amar y servir a nuestros hermanos necesitados con alegría y sencillez.

79. Los cristianos, viviendo santamente en medio del mundo, tenemos que ser testimonio vivo de que el amor verdadero, respetuoso y fiel, gratuito, universal, efectivo, es posible en la vida de los hombres. Es posible en el matrimonio y en la familia, es posible en el trabajo y en el ejercicio de la profesión, es posible en las relaciones sociales y políticas. Lo que es contrario al amor verdadero, manifestado en Cristo, y sostenido por la fuerza de su Espíritu, es también contrario al bien del hombre. Las estructuras de pecado, que lastran la vida política, social y económica de los pueblos y de la comunidad internacional, hunden sus raíces en la ausencia del amor entre las personas.

80. En cada lugar y en cada época hay necesidades diferentes. En cada momento son distintas las urgencias. En estos momentos de la sociedad española, nos parece que los inmigrantes necesitan especialmente la atención y la ayuda de los cristianos. Y, junto a los inmigrantes, los que no tienen trabajo, los que están solos, las jóvenes que pueden caer en las redes de los explotadores de la prostitución, las mujeres humilladas y amenazadas por la violencia doméstica, quienes no tienen casa ni familia donde acogerse: todos son nuestros hermanos. La práctica de la solidaridad y del amor fraterno en la vida política nos lleva también a trabajar para superar las injustas distancias y diferencias entre las distintas comunidades autónomas, tratando de resolver los problemas más acuciantes como son el trabajo, la vivienda accesible, el disfrute equitativo de la naturaleza, compartiendo dones tan indispensables para la vida como el agua. En este tiempo, en el que la Iglesia necesita mostrar más claramente su verdadera identidad y nuestros hermanos tienen también necesidad de signos que les ayuden a descubrir el verdadero rostro de Dios y la verdadera naturaleza de la religión, pedimos a todos los católicos que se esfuercen en vivir intensamente el mandato del amor a Dios y al prójimo, en el que se encierra la Ley entera. Al ver a los demás con los ojos de Cristo podremos darles mucho más que la ayuda de cosas materiales, tan necesarias: podremos ofrecerles la mirada de amor que todo hombre necesita [41].

CONCLUSIÓN

81. Terminamos esta Instrucción Pastoral expresando nuestra voluntad y la voluntad de todos los católicos de vivir en el seno de nuestra sociedad cumpliendo lealmente nuestras obligaciones cívicas, ofreciendo la riqueza espiritual de los dones que hemos recibido del Señor, como aportación importante al bienestar de las personas y al enriquecimiento del patrimonio espiritual, cultural y moral de la vida. Respetamos a quienes ven las cosas de otra manera. Sólo pedimos libertad y respeto para vivir de acuerdo con nuestras convicciones, para proponer libremente nuestra manera de ver las cosas, sin que nadie se vea amenazado ni nuestra presencia sea interpretada como una ofensa o como un peligro para la libertad de los demás. Deseamos colaborar sinceramente en el enriquecimiento espiritual de nuestra sociedad, en la consolidación de la tolerancia y de la convivencia, en libertad y justicia, como fundamento imprescindible de la paz verdadera. Pedimos a Dios que nos bendiga y nos conceda la gracia de avanzar por los caminos de la historia y del progreso sin traicionar nuestra identidad ni perder los tesoros de humanidad que nos legaron las generaciones precedentes.

82. Nos gustaría poder convencer a todos de que el reconocimiento del Dios vivo, presente en Jesucristo, es garantía de humanidad y de libertad, fuente de vida y de esperanza para quienes se acercan a Él con humildad y confianza. La fe en Dios es como la pequeña simiente que se convierte en un árbol frondoso y fecundo, como la humilde levadura que fermenta la masa y la convierte en pan de vida y de hogar para los habitantes de la casa. La fe en Dios une a los pueblos y los guía en el camino de la historia. Por eso, con humildad y amor verdadero, en virtud del ministerio que hemos recibido, “en nombre de Cristo, os suplicamos: dejaos reconciliar con Dios” (2 Cor 5, 10). Con Él todos los bienes son posibles, sin Él no se puede construir nada sólido, “pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto: Jesucristo” (1 Cor 3, 11).

83. Ofrecemos el fruto de nuestras reflexiones y de nuestro discernimiento a los miembros de la Iglesia y a todos los que quieran escucharnos, compartiendo abiertamente con todos nuestros temores y nuestras esperanzas. Y ponemos el presente y el futuro de España bajo la protección de Santa María, la Mujer del Amor y de la Fidelidad, Madre de Jesucristo y Madre nuestra, cuya amorosa protección ha acompañado a todos los pueblos y ciudades de España a lo largo de nuestra historia, desde los primeros años de nuestra vida cristiana.

Madrid, 23 de noviembre de 2006Memoria de San Clemente I, papa y mártir

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